Alonso de Orozco nació el 17 de octubre de 1500 en Oropesa, provincia de Toledo (España),
donde su padre era gobernador del castillo local. Cursó los primeros estudios
en la vecina Talavera de la Reina y durante tres años actuó como “seise”
o niño cantor en la catedral de Toledo, en la que aprendió música con
notable provecho. A la edad de 14 años fue enviado por sus padres a la
Universidad de Salamanca, donde ya estudiaba uno de sus hermanos.
Los sermones de la cuaresma de
1520 predicados en la catedral por el profesor agustino Tomás de Villanueva
sobre el salmo “In exitu Israel de GYPTO” maduraron su vocación a la
vida consagrada y, poco más tarde, atraído por el ambiente de santidad del
convento de San Agustín, entró en él, emitiendo en 1523 la profesión
religiosa en manos de Santo Tomás de Villanueva.
Una vez ordenado sacerdote en
1527, los superiores vieron en Alonso tan profunda espiritualidad y tal
capacidad para anunciar la Palabra de Dios que muy pronto lo destinaron al
ministerio de la predicación. Ya desde los 30 años ocupó también diversos
cargos, pero a pesar de su austeridad de vida, en el modo de gobernar se mostró
lleno de comprensión. Impulsado por el deseo del martirio, en 1549 se embarcó
para México como misionero, pero durante la travesía hacia las Islas Canarias
padeció un grave ataque de artritis y los médicos, temiendo por su vida, le
impidieron la prosecución del viaje.
En 1554, siendo prior del
convento de Valladolid, ciudad desde decenios atrás residencia de la Corte, fue
nombrado predicador real por el emperador Carlos V y, al trasladarse la Corte a
Madrid en 1561, también él tuvo que pasar a la nueva capital del Reino,
fijando su residencia en el convento de San Felipe el Real.
No obstante a ejercer un cargo
que estaba exento de la jurisdicción directa de sus superiores religiosos y
dotado de renta, renunciando a privilegios, quiso vivir como un fraile más, en
pobreza y bajo la inmediata obediencia de sus superiores. Solamente hacía una
comida, dormía a lo sumo tres horas, porque decía que le bastaban para
emprender el nuevo día, y en una tabla por cama, con sarmientos por colchón.
En su celda no había más que una silla, un candil, una escoba y unos libros.
La eligió cerca de la puerta para atender mejor a los pobres que hasta allí se
acercaban a suplicarle ayuda. Sin que la cotidiana asistencia al coro le
resultara de obs‑táculo, además de cumplir con sus obligaciones como
predicador regio, visitaba los enfermos en los hospitales, a los encarcelados en
las prisiones y a los pobres en las calles y en sus casas. El resto del tiempo
lo pasaba en oración, en la composición de sus libros, y preparando sus
sermones. Predicaba con gran sinceridad de palabras, pero con mucha hondura
espiritual, fervor y afecto, a veces, con lágrimas en los ojos, expresando la
ternura de Dios hasta en el tono de la voz, igual en el palacio ante el Rey y la
Corte que en las iglesias a las que era llamado.
Gozó de gran popularidad entre
los más diversos ambientes sociales. Personajes de la sociedad y de la cultura
testificaron en su proceso de canonización, tales como la infanta Isabel Clara
Eugenia, los duques de Alba y de Lerma, los literatos Lope de Vega, Francisco de
Quevedo y Gil González Dávila. El trato con las clases elevadas no le desvió
de su sencillo estilo de vida. Su fama se extendió por toda Madrid. El pueblo
que le llamab a, muy a pesar suyo, “el santo de San Felipe”, lo amó
apreciando en él su exquisita sensibilidad en el acercarse a todos sin distinción.
Compuso numerosas obras tanto en
latín como en castellano. La simplicidad de los títulos indican la intención
pastoral del autor: Regla de vida cristiana (1542), Vergel de oración
y monte de contemplación (1544), Memorial de amor santo (1545), Desposorio
espiritual (1551), Bonum certamen (1562), Arte de amar a Dios y al
prójimo (1567), Libro de la suavidad de Dios (1576), Tratado de
la corona de Nuestra Señora (1588), Guarda de la lengua (1590). Como
su acción, los escritos nacieron de su espíritu contemplativo y de la lectura
de la Sagrada Escritura. Devoto de María, estaba convencido de escribir por
mandato suyo.
Cultivó también un ferviente
amor a su propia Orden, componiendo obras sobre su historia y su espiritualidad
con ánimo de mover a la imitación de sus hombres mejores. En esta misma línea,
inducido por un deseo de reforma interior, que luego convergería con el
movimiento de recolección en la misma Orden, llevó a término varias
fundaciones de conventos tanto de religiosos agustinos como de agustinas de vida
contemplativa.
En agosto de 1591 cayó enfermo
con fiebre, sin faltar por eso ningún día a la celebración de la Misa, puesto
que nunca, ni siquiera en el transcurso de sus diversas enfermedades, había
dejado de celebrar el santo sacrificio, ya que repetía con cierto gracejo que “Dios
no hace mal a nadie”. Durante su enfermedad, fue visitado por el rey
Felipe II, el príncipe heredero Felipe con la infanta Isabel, y el cardenal
arzobispo de Toledo, Gaspar de Quiroga, quien le dio de comer de su mano y le
pidió la bendición.
La noticia de la muerte,
acaecida el 19 de septiembre de 1591 en el Colegio de la Encarnación que había
fundado dos años antes —actualmente sede del Senado español— conmocionó
la ciudad. Por la capilla ardiente pasó el pueblo de Madrid, que, como refiere
Quevedo, se agolpó ante la iglesia del Colegio hasta derribar las puertas, pues
todos deseaban hacerse con reliquias, astillas de la cama, fragmentos de sus
ropas, zapatos y cilicios. El Cardenal Arzobispo se reservó para si la cruz de
madera que durante largos años “el santo de San Felipe” había
llevado consigo.
Fue beatificado por León XIII
el 15 de enero de 1882.
Vicisitudes históricas hicieron
que sus restos fueran trasladados a distintos lugares. Actualmente reposan en la
iglesia madrileña de las agustinas hasta este momento denominadas del Beato
Orozco.
Homilía
del Santo Padre
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