sábado, 8 de diciembre de 2012

Don Quijote de la Mancha Cervantes España 1º capi




                                                  

   Primera Parte

                                                       Capitulo Primero

    
    En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de danza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, sal picón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. el resto de ella concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí de los más fino. Tenía en su casa un ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores de este caso escriben; aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración de él no salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso -que eran los más del año-, se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías, en que leer, y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos, y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas intrincadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: "La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, con tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de vuestra fermosura. Y también cuando leía: " Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza".
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Beliani daba y recibía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubieran curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseos de tomar la pluma y darle fin al pie de la letra, como allí se compromete, y sin duda alguna lo hiciera, y aún saliera con ello, sin otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaban. Tuvo muchas veces copentencia con el cura de su lugar -que era hombre docto, graduado en Sigüenza_ sobre cual había sido mejor caballero: Palmerín, de Inglaterra, o Amadis, de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero de Febo, y que si alguno se le podía comparar era Don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en todo lo de la valentía no le iba a la zaga.